“Me acurruqué en un rincón, llorando, agotada, impotente. Permanecí allí hasta que una compañera me tocó suavemente y me dijo: ‘arriba, te necesitamos’. Y comencé de nuevo. Me sequé las lágrimas y pensé que, al menos, yo volvería esa tarde con mis hijos. Tenía que seguir, por ellos, por todos…”
En el año 1948, la Organización Mundial de la Salud declaró que la salud es un “estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Bajo esta visión, la salud ha sido considerada como un recurso que permite a las personas potenciar sus aptitudes y posibilidades, además de llevar una vida individual, social y económicamente productiva.
Nuestro sistema asistencial está edificado, precisamente, con la vista puesta en mantener o recuperar ese bien, que, tristemente, tendemos a valorar sobre todo cuando se deteriora o se pierde. De ahí que los diferentes profesionales sociales y asistenciales se hayan convertido en parte imprescindible para la supervivencia de la especie humana. Profesionales convertidos en superhéroes en épocas de colapso, en momentos en los que una amenaza como la actual pandemia no les permite sucumbir, flojear ni abandonar.
RESISTENCIA OBLIGADA
Sin ninguna duda, la COVID-19 está poniendo a prueba mucho más que el sistema asistencial. Está sometiendo a examen nuestros recursos como sociedad, nuestras políticas y valores, nuestra solidaridad y nuestra fuerza colectiva. Pero, por encima de todo, está calibrando nuestra energía individual, nuestra capacidad para resistir, como dice la canción más escuchada en las terrazas y balcones estas semanas.
¿Hasta dónde llegan las fuerzas de estos superhéroes y de estas superheroínas a los que adivinamos tras los trajes de protección? Si cuidar no siempre es fácil, menos lo es en situaciones de incertidumbre, de cambios constantes que obligan a reinventarse una y otra vez ante la escasez de recursos. Resulta duro mirar a las personas enfermas, sentir su angustia, palpar su miedo, convivir con las ausencias que el confinamiento y el aislamiento imponen, querer hacer y no siempre poder.
Ante esta situación, hasta los cimientos más asentados se tambalean. Es previsible, por tanto, que empiecen a aparecer entre los profesionales cuadros de fatiga por compasión, un término acuñado en el año 1992 por Carla Joinson en el contexto de un interesante estudio sobre burnout (síndrome del trabajador quemado).
En 1995, Charles Figley lo definió como un estado de agotamiento físico y emocional, consecuencia directa de la exposición prolongada al estrés de compasión, es decir, a la necesidad personal de aliviar el sufrimiento de otras personas. De esta manera, la fatiga por compasión, junto a la satisfacción por compasión, conforman la base del modelo de Calidad de Vida Profesional. Un modelo aplicable solo a personas cuya profesión se caracteriza por el establecimiento de una relación de ayuda.
El concepto guarda relación directa con la habilidad para empatizar, para identificar y acercarse a las emociones de los demás, para conectar. No obstante, la capacidad personal para lidiar con las adversidades se verá disminuida si la asistencia comienza a vivirse como una amenaza de la que no se puede huir (y no olvidemos que la parte vocacional y el deber moral hacen que muchas personas decidan seguir a pesar del cansancio acumulado).
La cosa empeorará si la protección de la distancia emocional se quiebra, haciendo que los y las profesionales se lleven a casa demasiados “pedacitos” de las personas atendidas, de sus historias, de sus vivencias.
Si a esto le sumamos el factor tiempo, que va acumulando un intenso y mantenido contacto con los demás, la energía invertida por los y las profesionales podrá superar su capacidad para recuperarse y restituirse, debilitando así sus mecanismos de autoprotección y afrontamiento.
Podrían aparecer entonces signos y síntomas comportamentales (respuestas de hipervigilancia, retraimiento social, alteraciones de la conducta alimentaria…), emocionales y cognitivos (sensación de vacío, culpabilidad, ansiedad, desesperanza y aumento de explosiones de ira) y físicos (tensión muscular, alteraciones del sueño y/o gastrointestinales…) que alertarían de algo importante: los depósitos de energía personal están llegando a su límite.
EL PODER DE LAS PERSONAS
¿Puede, entonces, el personal asistencial de primera línea hacer algo para intentar no solo resistir, sino salir fortalecido de este gran reto que nos ha impuesto la COVID-19? La respuesta es contundente. Por supuesto que sí.
La experiencia de cada profesional condiciona en gran medida la manera de enfrentarse a las situaciones adversas. Ser capaces de formular pensamientos positivos que compensen los negativos, poder encontrar sentido a las situaciones extremas, y percibir las situaciones de cuidado como un reto o una oportunidad de autoconocimiento que les permite saber qué recursos tienen y cuáles han de reforzar es algo que se logra con tiempo y esfuerzo.
Pararse de vez en cuando a reconectar con uno mismo, a mirarse de manera amable, compasiva, con cariño, es algo que se puede hacer ahora mismo. Hay que aceptarse. Perdonarse por lo que no se consigue y aplaudirse por los logros, que son muchos, aunque a veces pasen inadvertidos.
Conviene pararse y reenfocar. Sonreír a pesar de todo. Es importante ser conscientes de que de las situaciones complicadas no nos “recuperamos” sin más. Las situaciones difíciles nos transforman a todos, de ahí nuestra capacidad de mejora. Este es el poder de los superhéroes, de las superheroínas. Es el poder de las personas.
(*) Silvia Arribas García es doctoranda, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, y Joana Jaureguizar Alboniga-Mayor es profesora del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación, Facultad de Educación de Bilbao, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Este artículo se publicó originalmente en: https://theconversation.com/las-personas-detras-de-los-superheroes-covid-19-y-la-fatiga-por-compasion-136464
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Last modified on 2020-05-01