En América Latina y el Caribe se percibe un creciente ánimo de castigo. En 17 países la población carcelaria se duplicó entre 2002 y 2014, llegando a 1.2 millones de personas privadas de libertad. Un factor importante ha sido la imposición de condenas más severas a delincuentes. No sería raro presenciar un aumento mayor, llegando incluso a 3.4 millones de reclusos antes de 2030.
Entretanto, los ciudadanos siguen demandando sentencias más severas. En Chile, uno de los países más seguros de la región, una encuesta auspiciada por el gobierno y publicada el año pasado reveló que el 54% de la población deseaba condenas más largas para los delincuentes. Una tendencia similar se está extendiendo por toda la región.
Tal vez esto es comprensible. La violencia callejera, las pandillas y el crimen organizado hacen estragos en muchas partes de la región y han contribuido a convertirla en la más violenta del mundo con una tasa de homicidios de (24 por 100.000 habitantes), cuatro veces superior al promedio mundial. A muchos ciudadanos les desespera la incapacidad de las fuerzas policiales por controlar la situación; creen que la única forma de enfrentar la violencia es apartando a los delincuentes de la sociedad. Los políticos y quienes diseñan las políticas públicas, simpatizando con ese sentimiento, pueden sentirse tentados por la idea que condenas draconianas son la clave para la seguridad pública.
LAS CONDENAS MÁS LARGAS PUEDEN TENER POCO O NINGÚN IMPACTO EN LA DELINCUENCIA
Sin embargo, en la práctica, este enfoque de mano dura no tiene mucho sentido. La delincuencia en América Latina y el Caribe ha aumentado, a pesar del incremento de las penas y la consiguiente subida de la población penal en las últimas décadas. Además, en otras partes del mundo, la investigación muestra que las sentencias más largas tienen poco o casi ningún impacto en la delincuencia.
La forma más obvia en que las prisiones reducen los delitos es simplemente manteniendo encarcelados a los presos—lo que los criminólogos conocen como incapacitación. Sin embargo, su eficacia depende de qué tan activos como delincuentes serían esos prisioneros si estuvieran en libertad. La mayoría de los delitos son cometidos por hombres en sus últimos años de pubertad y a principios de sus 20 años, con un pico delincuencial a los 19 años de edad. Desde una perspectiva de control de la delincuencia, la justificación para las condenas largas es, por consiguiente, muy limitada.
Las sentencias largas tampoco suelen ser muy efectivas para disuadir el crimen. Para que una sentencia larga tenga efecto, los delincuentes deberían ser capaces de asimilar esa información y comparar racionalmente los beneficios actuales frente a los eventuales costos de ser capturados, y verse disuadidos ante la posibilidad de pasar una larga temporada en la cárcel. Pero eso tipo de comportamiento difícilmente describe a delincuentes que suelen tener bajos mecanismos de autocontrol y actuar bajo el impulso del presente.
LAS CONDENAS EN ESTADOS UNIDOS
La consecuencia más probable de un aumento en la severidad de las sentencias es una mayor población carcelaria. Ello además difícilmente encuentra los resultados previstos en materia de reducción de la delincuencia. Tengamos en cuenta la historia de Estados Unidos, el país con la mayor población penal per cápita del mundo. Hasta la década de 1970, la tasa de encarcelamiento de Estados Unidos era similar a la de Europa. Pero con la creciente preocupación política sobre las drogas, la epidemia del crack de mediados de 1980 y la subida en las tasas de homicidios, los gobiernos estatales y federal comenzaron a aumentar enormemente las condenas, con el supuesto de que mantener a los criminales fuera de las calles garantizaría la seguridad de los habitantes. Hasta 2007, la población carcelaria estadounidense había crecido casi cinco veces, con un costo de miles de millones de dólares al año para los contribuyentes. Actualmente la cifra se acerca a los 2,3 millones de reclusos en centros penitenciarios estales, federales y otros.
En un riguroso estudio, los investigadores Steven Raphael y Michael Stoll muestran que este modelo de encarcelamiento en masa fue impulsado principalmente por decisiones políticas—fundamentalmente relacionadas con sentencias penales—que no tenía nada que ver con una mayor propensión de los residentes de Estados Unidos a cometer delitos ni con un aumento de la preocupación pública con respecto a la amenaza de la delincuencia, según lo reflejado en las encuestas.
El excesivo uso de la prisión en materia penal se ha hecho patente con el reciente caso de California. Este estado que tenía uno de los regímenes más severos de sentencias, decidió liberar a 20.000 prisioneros no violentos bajo una reforma promulgada en 2011. El efecto en crimen de este enorme cambio en la población penal ha sido casi nulo: no se registró ningún aumento en el número de delitos violentos y sólo se ha detectado un pequeño incremento en robos de vehículos. La investigación de Raphael y Stoll sugiere que Estados Unidos puede reducir sustancialmente la tasa de reclusión con poco o ningún costo en materia de seguridad pública. También puede generar un ahorro significativo, que incluso puede ser utilizado para reducir aún más la delincuencia con herramientas preventivas, como inversión social y cuerpos policiales mejor entrenados.
Un punto de referencia fundamental es el de los rendimientos decrecientes de la prisión como herramienta del combate al crimen. Cuando las tasas de reclusión son bajas y sólo los delincuentes más peligrosos y de mayor riesgo están encarcelados, los beneficios del encarcelamiento pueden ser significativos. Pero cuando la población carcelaria es alta, como en California, y se atrapa a individuos que presentan un riesgo relativamente bajo para la sociedad, los beneficios del encarcelamiento como herramienta de combate del delito disminuyen enormemente.
En un mundo de recursos limitados, esto es crucial. La delincuencia ha disminuido considerablemente en Estados Unidos, y el encarcelamiento masivo suele ser ofrecido como una explicación. Pero el encarcelamiento por sí solo no podría explicar este cambio donde han incidido muchos otros factores. Además, países similares que no han ampliado su población carcelaria, presentan un patrón similar de reducción del crimen. Lo que parece indiscutible en el caso de Estados Unidos es que el uso de la prisión como herramienta de combate al crimen ha sido excesivamente caro y representa una decisión política que dista mucho de ser eficiente.
UN MOMENTO CRÍTICO PARA LA REGIÓN EN MATERIA DE DELITOS Y CONDENAS
En América Latina y el Caribe, los delincuentes relacionados con crímenes no violentos de drogas componen el sector de más rápido crecimiento de la población carcelaria. Si las tasas de encarcelamiento continúan creciendo al ritmo actual, antes de 2030, su costo podría aumentar más de $13 mil millones de dólares por encima de los niveles de 2014. Esto significa que la sociedad está pagando un costo elevado por encarcelar a muchos individuos no violentos. Además, esto conlleva otros importantes costos sociales a tener en consideración. El encarcelamiento afecta enormemente a las familias pobres que al perder a un potencial sostenedor económico pueden ser empujadas a la pobreza, o reduciendo sus posibilidades de encontrar un empleo tras su liberación.
En Estados Unidos, tanto conservadores como liberales están tomando conciencia de los altos costos financieros y sociales asociados al encarcelamiento masivo, y en especial asociado a quienes cumplen penas por delitos no violentos. Hasta 2016, cuatro estados—California, Nueva Jersey, Nueva York y Rhode Island—habían reducido su población carcelaria en más de un 20%, y hoy la reforma a nivel federal atrae cada vez más el apoyo bipartidista. Un informe del Brennan Center for Justice y de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York recomienda condenas alternativas como tratamiento para drogadictos y servicio comunitario por delitos menores. Al combinar eso con la reducción de condenas a individuos culpables de delitos violentos, el informe concluye que el país podría liberar al 40% de su población carcelaria y ahorrar $200 millones a lo largo de 10 años, con casi ninguna repercusión en materia de seguridad ciudadana.
América Latina y el Caribe, al igual que Estados Unidos, se encuentra en una coyuntura crucial. Podría continuar con las tendencias punitivas actuales y ver cómo aumenta la población carcelaria. O, podría ahorrarse enormes costos financieros y sociales, considerando medidas alternativas, menos punitivas e invertir los ahorros en otras políticas más rentables, como, por ejemplo, más y mejores policías, maestros y otras políticas de asistencia social. Desde 2011, Chile ha implementado tribunales especializados en drogas, que permiten brindar tratamiento supervisado a drogadictos en lugar de enviarlos a la cárcel. En otros países, los intentos de reforma son aún escasos. Pero en toda la región aún está por verse un cambio de actitud.
*Es economista investigador en el Departamento de Investigación del Banco Interamericano de Desarrollo. Obtuvo su doctorado en Políticas Públicas en la Universidad de California, Berkeley, donde obtuvo también un Máster en Políticas Públicas en la Goldman School of Public Policy. Previamente trabajó en Techo-Chile, donde se desempeñó como Director Nacional 2009-2011. Su agenda de investigación se enfoca en el uso de técnicas econométricas aplicadas y uso de datos administrativos a la comprensión de políticas sociales. Este artículo fue originalmente publicado en: https://blogs.iadb.org/
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Last modified on 2019-04-05